Bitácora del asombro: mi primer viaje a Japón | Parte I, Sapporo
Pasé un total de 18 días en Japón y, al volver, sentí la necesidad de describirlos hasta donde mi memoria y mi voluntad llegaran. Este texto y sus imágenes abarcan los primeros cuatro.
Ahora pertenezco a ese enorme y a veces patoso grupo de gente que sintió que su vida cambió después de viajar a Asia. Seguramente muchxs antes de mí han descrito sus aventuras de formas bellas y virtuosas. Pero cada vez que alguien abre la boca (o pone los dedos sobre el teclado) para explicar lo que un lugar le hizo sentir, nace una nueva forma de experimentarlo. Y compartir esta pluralidad de percepciones es maravilloso. Soy una firme creyente de que narrar lo personal nunca pierde validez e importancia. Que muchxs estén viajando a ese increíble país y regresen para decir que les cambió la vida solo puede significar una cosa: Japón está, de hecho, verguísima. Y vale la pena contar por qué.
Llevaba tiempo con la intención de escribir este texto y nomás no lo hacía porque quería que fuera algo bien pensado, estructurado y redactado. Luego me di cuenta de que si seguía con esas trabas, al viaje ya no le iba a quedar el adjetivo “reciente”; así que decidí venir aquí e improvisar un poco. Tal vez luego escriba algo más serio, tal vez no. Dividiré esta narración en varias partes porque hay mucho que contar y tomé una buena cantidad de fotos y videos. Creo que la forma más orgánica de compartirlos es seguir el orden cronológico y geográfico, así que escribiré de las ciudades como las fuimos visitando.
Varias personas me han escrito para que les pase mis tips en general: eso está medio difícil. Sin duda, pueden encontrar muchos videos en YouTube, en TikTok, posts en Reddit. Pero lo cierto es que para asegurarse de que van a tener el viaje con el que sueñan, deben hacer mucha, mucha, mucha pero mucha investigación. Mis únicos consejos son: hay que documentarse. Hay que leer, guardar lo que les vaya pareciendo interesante y ser muy pacientes y organizados. Japón es un país con tanto que ofrecer que es abrumador. La otra opción es no complicarse demasiado y hacer un viaje concentrado en los lugares turísticos más comunes y seguro también será una experiencia chida. Pero nosotros amamos las complicaciones. Pasamos varios meses investigando los lugares que queríamos visitar. Museos, restaurantes, galerías, eventos. Algunos amigos nos hicieron el favor de compartir sus recomendaciones (gracias, Maris, Froy, Tamara, Wookie, Pato, Marco) y con eso nos íbamos dando idea de lo que más se nos antojaba hacer. Nuestra intención siempre fue sacarle el mayor provecho posible a este primer viaje a Japón y casi todo salió como lo calculamos.
La técnica fue más o menos esta: escogimos a qué ciudades queríamos ir sí o sí y redujimos el viaje a esas ciudades y las que quedaran cerca. Es decir, en esta ocasión no fuimos al sur sur de Japón porque Sapporo está tan al norte que no nos habría dado tiempo. Nos olvidamos del Japón austral y concentramos las energías organizacionales en las ciudades básicas del centro: Osaka, Kioto y Tokio. Mis caprichos fueron Sapporo y Naoshima. Lo más que bajamos fue Hiroshima y Miyajima.
Manuel (mi pareja de vida, mi compañero que es meticuloso, un poco obsesivo pero sobre todo amoroso) y yo decidimos ir en febrero por dos razones: la primera, los vuelos y los hoteles estaban mucho más baratos. La segunda: yo no conocía la nieve y quería ir al Festival de la Nieve en Sapporo, que solo sucede una semana al año, en febrero.
No existe un vuelo de México hasta Hokkaido, la prefectura donde está Sapporo, así que volamos de la CDMX a San Francisco y de San Francisco a Narita (nos quedamos una noche en Tokio). Al otro día volamos desde Haneda (otro aeropuerto en Tokio) al aeropuerto de Chitose (Hokkaido). En menos de dos días, pisamos cinco aeropuertos. Fue cansado pero también extrañamente placentero: los aeropuertos en Japón son funcionales, cómodos y optimizados en cuestión de traslados y amenidades.
En este primer relato, hablaré del traslado a Japón, de la primera noche que pasamos en Tokio y los tres días en Sapporo. Sin más preámbulo…
Un traslado de solo 27 horas
Durante mi primer viaje al continente asiático, hubo algunos topes que, si fuera supersticiosa, en ese momento los habría tomado como malos signos. El primero fue durante la escala de tres horas que hicimos en San Francisco antes de subir al avión que nos llevaría a Tokio. En uno de mis característicos despistes, dejé la maleta de mano en la sala de abordar. Me di cuenta hasta que ya casi estaba sentada en el avión, cuando volteé a decirle a Manuel que me ayudara a subir mi carry-on... invisible. Salí corriendo del avión y crucé el túnel de regreso a la sala con las peores ideas en la cabeza. Los gringos son enemigos de las maletas abandonadas y simplemente sabía que mi maleta ya iba a estar rodeada de un equipo SWAT y dos policías me iban a llevar a un cuarto de interrogatorios estilo Alerta Aeropuerto.
Intenté salir del túnel pero dos agentes del orden aeroportuario me detuvieron. Señalé mi maleta huérfana a la mitad de la sala y les dije I left my maleta over there can I go get it (mi cara era la del emoji de ojos negros y redondos con una lágrima a punto de salir). Me dijeron: No. Someone will get it for you ma’am. Al parecer, mi Spanglish desesperado había funcionado. Un policía me la llevó y volví al avión con las axilas remojadas. Tres de febrero de 2025: primer día en la vida en el que alguien me dijo “ma’am”.
El vuelo se retrasó tres horas por razones no relacionadas con mi maleta, lo cual alteró nuestro perfectamente curado itinerario desde el primer día. Ahora sí que uno propone y Dios dispone. No tengo una gran facilidad para dormir en artefactos que vuelan sobre océanos, así que con dificultad pegué el ojo por dos o tres horas en total. Aterrizamos en el aeropuerto de Narita y estaba molida. Pero es como cuando sientes que comiste demasiado y estás muy llena y no te cabe nada más y de repente te entregan la carta de postres. De alguna manera puedes con más. La emoción de por fin estar en Japón me dio energía y vitalidad.




Una noche en Tokio
En lugar de a las 5, llegamos al hotel casi a las 9 p. m. Esa única noche que pasamos en Tokio antes de volar hacia Sapporo, nos hospedamos en un love hotel; lo que en México definiríamos como motel de paso. Dice Manuel que no se dio cuenta cuando hizo la reservación, solo se fijó en que estuviera cerca del metro. Nos recibieron dos robots en una recepción limpia y desierta, decorada con motivos de San Valentín: globos, flores, corazones en diferentes tonos de rojo y rosa. Los robots emitieron una letanía de cosas que no entendimos, alternadas con movimientos mecánicos medio siniestros, pero el checkin fue fluido y sencillo.

Aquí vale la pena señalar que durante todo este viaje nos quedamos en puros hoteles de medio pelo, ninguno tenía más de tres estrellas. Dicho eso, no hubo uno solo que estuviera mal. Ni siquiera porque Agoda me canceló la mitad de las reservaciones a medio viaje tuvimos problemas para encontrar alojamientos decentes. Ese evento tendrá su relato en el futuro, cuando lleguemos al incidente de Osaka.
Por ahora, volvamos a las calles de Minato, alrededor de nuestro hotel, que ya estaban un poco oscuras y bastante vacías (era martes), pero teníamos mucha hambre. Después de darnos un baño para lavarnos un día de aeropuertos, salimos a buscar algo de cenar. Nos asomamos a varios izakayas pero no nos atrevimos a entrar a ninguno. Los primeros tres días en Japón se caracterizaron por una reticencia a intentar comunicarnos con la gente local. Manuel recalcó más de una vez: “¿Y tu racha de japonés en Duolingo?”. “Bien, gracias” era mi respuesta.
Y es que la ansiedad no me permitió usar las frases que ya tenía muy ensayadas para este viaje. No pude preguntar por el metro, la estación de tren, no pedí un té y un onigiri por favor. NADA. Pero lo peculiar y maravilloso de Japón es que es el país mejor preparado para evitar las interacciones sociales y saltar las barreras del lenguaje. Poco después de decidir no entrar a ningún izakaya, dimos con un restaurante que tenía su menú afuera, en un aparato electrónico que te permitía ordenar y pagar. Así, cenamos udon y croquetas de carne en un lugar donde la gente solo pasa a pedir su comida en una maquinita exterior, entra al restaurante a consumirla rápidamente en una mesa y deja su charola en una barra al terminar. Ahí dije mi primer susurro de arigatô gozaimasu.
Caminamos y vimos la Tokyo Tower de lejitos, calles sin banquetas o con banquetas sugeridas, varias coladeras maravillosas, poca gente. Regresamos al hotel porque hacía frío y yo no tenía la ropa adecuada en lo absoluto. El plan era llegar a Tokio y comprar ropa de invierno más o menos barata, pero el retraso del vuelo en San Francisco lo arruinó. De todas formas estábamos ya muy cansados. El jetlag nos hizo los mandados: después de casi un día y medio de no dormir en una cama, resultó imposible no conciliar el sueño por ocho horas seguidas.




Al otro día salimos temprano por sandos, café caliente en lata (!), ensaladas y chunches varias del konbini más cercano, donde un señor nos atendió con mucha amabilidad aunque no logramos cruzar ni una palabra, solo señas. Regresamos al hotel con el botín y lo devoramos. Se nos ocurrió que en México fácilmente podría haber algo así, con comida casera bien preparada y empaquetada. Lástima que OXXO tiene dominado el mercado que a su vez está lleno de productos de porquería.
Después de desayunar, nos despedimos de los robots y partimos en metro hacia el aeropuerto de Haneda, que prácticamente está en una isla. Algo que me pareció curioso fueron las cabinas a donde te metes si estás a punto de perder tu shit. Te puedes quedar ahí a buscar un poco de silencio y calma y contar hasta diez.
El vuelo de solo hora y media hacia el Aeropuerto de Chitose transcurrió sin contratiempos. En esta ocasión, mi maleta estuvo conmigo en todo momento. Por la ventana del avión pude empezar a ver los techos cubiertos de diferentes tonos de blanco. Mi corazón se alegró como si fuera el de una niña que ve la nieve por primera vez.





El Festival de la Nieve
El tiempo en Chitose se ubicaba en los grados bajo cero y el aire se me colaba por todos lados: amable recordatorio de que no traía la ropa adecuada. Pero por alguna razón, aunque soy la persona más friolenta, no me sentía incómoda del todo con la temperatura. Nos trasladamos en metro del Nuevo Aeropuerto de Chitose (su nombre completo) al hotel en Sapporo, y con la sudadera y la chamarrita que llevaba bastó y sobró para empezar a explorar este lugar blanco y alegre.
Sapporo es una ciudad de Hokkaido, la isla más norteña de Japón. Se encuentra 29 metros sobre el nivel del mar, lo cual me parece espectacular, pues vengo de una ciudad que está a más de 2000 metros sobre el nivel del mar. El aire en febrero es limpio y frío y las calles están repletas de nieve. Una nieve blanca y suave que, agrupada en las orillas, forma montañitas de hasta un metro. Caminas entre paredes blancas que se desmoronan al tacto. Desde varias rejas y bardas, cuervos negros gigantes te juzgan y observan en silencio. Y sobre muchas de las plantas y los árboles, hay estructuras de bambú diseñadas para proteger la vegetación durante las nevadas invernales.









El Festival de la Nieve se divide en tres grandes sedes con diferentes actividades relacionadas con las bajas temperaturas. El día que llegamos, fuimos a Susukino y Odori. Susukino alberga en una de sus principales avenidas una exhibición de esculturas de hielo. Nunca había visto algo así, quizá solo en alguna película hollywoodense donde hay una fiesta elegante y al centro alguien coloca un Coloso de Rodas de hielo... puedo estar inventando. En Susukino había cosas maravillosas y extrañas. En particular me asombró un bloque de hielo que adentro tenía todo tipo de animales marinos (¿mariscos?) congelados para siempre en un momento. Ese día nevó recio y aún así muchísima gente se concentró en la avenida principal y pues me engenté, así que la recorrimos más o menos rápido.
Leí en varios lados que la vida nocturna de Susukino es fantástica por sus karaokes y escena LGBTQ+, pero no nos dio tiempo de ir a descubrirla en nuestro primer día (ni en los siguientes). Me quedó muy claro que nunca hay que lamentarse demasiado por lo que no se logra cubrir en un viaje. Completar exhaustivamente un itinerario es imposible por la simple razón de que Japón es un barril sin fondo. Es como la vida: llegas, haces lo que puedes, disfrutas al máximo, atesoras los recuerdos, te vas.








Caminamos de Susukino al parque Odori y en el camino encontramos un templo que nos llamó la atención porque estaba abierto aunque ya anochecía. Nos metimos a ver qué había y encontramos esta estatua que, según entendí, está dedicada a una divinidad que vela por los niños no nacidos y por las prostitutas.
Intento escoger mis palabras con cuidado porque por más que intenté encontrar información sobre el templo, no la encontré. Solo me quedé con este screenshot de lo que estaba escrito en un letrero y que interpreté con Google Translate. En general, todo lo que traduje con GT estaba lleno de errores y frases que no tenía forma de confirmar si eran correctas. Manuel luego me dijo que lo mejor es traducir de japonés a inglés. Nunca puse su consejo en práctica y me quedé con una colección de screenshots de textos defectuosamente traducidos al español.




Hicimos una parada estratégica en Uniqlo porque no podía seguir sin una chamarra adecuada para mis circunstancias. Por el equivalente a 800 pesitos encontré una maravillosa, ligera, abrigadora y resistente al agua. Aunque estorbosísima al cargarla. Luego del hallazgo, nos dirigimos a Odori, un parque gigantesco que se extiende por unas 20 cuadras en el centro de Sapporo. A lo largo de las áreas que en primavera son verdes se colocan -o construyen- muchísimas esculturas de nieve de diferentes tamaños: las hay monumentales de lado a lado a lo ancho del parque y las hay pequeñas, del tamaño de un busto. También hay un concurso internacional de esculturas de nieve, así como alguna que otra marca anunciándose, como la sopa Nissin.









No eran ni las ocho de la noche cuando decidimos “llamarlo un día” y volver al hotel. La nieve no paraba de caer y mi ropa se sentía ligeramente húmeda porque no me animé a estrenar mi chamarra nueva de inmediato. Esa noche, Manuel sacó esta fotografía que puede ser mi favorita de todo el viaje a Japón:
Al otro día, nos despertamos y en lo que me terminaba de bañar y secar el pelo, Manuel salió a un konbini cercano a ver qué pepenaba de desayuno. La temperatura estaba en -8° C. Era nuestra primera mañana en Sapporo y la calefacción no me permitía dimensionar lo que sucedía en el exterior, cosa que yo no quería averiguar aún. El hotel en el que nos quedamos se llama Vista Sapporo y se encuentra dentro de un pasillo comercial. A los japoneses les encantan los corredores larguísimos con tiendas a los dos lados. Les fascina el comercio, es increíble. No hubo ciudad en la que no encontráramos uno de estos, pero solo en esta ocasión nos hospedamos en un corredor.
Después de desayunar cosas ricas del konbini a las que nunca les saqué foto porque me las devoraba antes de acordarme de documentarlas, salimos a explorar la ciudad. Es en este tipo de paseos que uno descubre las cosas más curiosas. Nosotros dimos con un pequeño cine llamado Kino Cafe. Nos gustó la idea de ir, con eso de que después de las ocho hace harto frío y ya no hay tanto que hacer, volvimos esa misma noche. Casualmente proyectaban Tōkyō nagaremono (Tokyo Drifter) con subtítulos en inglés. Había otras, pero me gustó el detalle de ver algo relacionado con Japón... en Japón.




Seguimos nuestra vagancia que nos llevó al Shiryokan de Sapporo, un edificio que solía ser una corte de apelaciones, pero que actualmente es un museo / centro de talleres / archivo. No contábamos con detenernos ahí, así que “perdimos” varias horas de itinerario recorriendo sus salas. En una de ellas había una exhibición de la obra de un dibujante llamado Oba Hiroshi. Incluía dibujos geniales sobre sus viajes a otros países y me dieron muchas ganas de hacer algo así con Manuel, un diario de viaje ilustrado. De hecho, más adelante, en Osaka, compré un cuaderno donde algún día llevaré a cabo ese proyecto, Dios mediante. De Oba Hiroshi me traje varias postales.
En otra de las salas nos encontramos a un señor que hacía esculturas con hojas secas de maíz. Nos intentó contar en japonés de qué se trataba lo que hacía, yo solo cachaba palabras y las buscaba en google. Dijo algo sobre Yamata no Orochi. ¡Hacía monstruos y demonios de la mitología japonesa! No entendí mucho más. Me pareció curioso que una persona tan amable, alegre y con ganas de compartir su arte se dedicara literalmente a fabricar monstruos y demonios. Nos despedimos de él sin atrevernos a sacarle una foto a su obra, que no estaba a la venta.
En muchos negocios de Japón vimos que la gente hace origami. A veces te lo dan como regalo cuando compras algo y otras lo ponen en canastas para que te lleves lo que quieras. Me armé de una pequeña colección a lo largo del viaje, pero de algunos solo saqué fotos porque no siempre se pueden tomar libremente. Ahora pienso que en este lugar pude haber preguntado a alguien y la respuesta seguro habría sido que me llevara la figura que quisiera, pero en fin.
En Japón también abundan las miniaturas. Estas fotos son de las que encontré en este Shiryokan, de unos señores construyendo algo con piedra. En otra de las salas había poemas escritos en papiros antiguos, pero intentar entenderles era completamente inútil, para muestra esta traducción que tiene algo de poética por su propia cuenta. La última de las fotos que saqué ahí fue de un Festival de la Nieve de varios años atrás, antes de la pandemia, cuando la escultura de nieve principal fue de mi animé favorito definitivo: Shingeki no Kyojin. Se ve que les quedó perrona, la hicieron en el último festival antes de la pandemia.








Cuando salimos del Shiryokan, ya teníamos muchísima hambre. Recorrer museos es extenuante para el cerebro y sobre todo para la panza. Fuimos al mercado de Nijo a comer mariscos extremadamente frescos y luego nos echamos un café. Nuestro segundo día en Sapporo se estaba extinguiendo. Aún así quisimos ir a Tsudome, la única parte del Festival de la Nieve que nos faltaba visitar y la más retirada del centro de Sapporo.
Tsudome es un parque recreativo con muchas actividades para niñxs; como toboganes, talleres, venta de ropa y accesorios... Llegamos poco tiempo antes de que cerraran; la cancioncita triste del video es como una manera de anunciar a las familias que es hora de irse. Todo el mundo camina tranquilamente hacia la salida, sin nadie que informe que ya hay que ahuecar el ala. Notamos este comportamiento varias veces: cuando es hora de desalojar un lugar, los japoneses se van y ya. Aplica en restaurantes, bares, cualquier tipo de evento. Los restaurantes, por ejemplo, tienen especificadas no solo sus horas de servicio, sino también la última hora a la que puedes pedir algo. Las actividades en el Festival son tempraneras porque anochece entre las 5 y las 6 y el frío empieza a arreciar.
Aunque estuvimos en Tsudome solo por un par de horas, vimos cosas muy lindas. Las personas hacen diferentes figuras con bolitas de nieve y las van colocando en unas bardas que también son de nieve. Algunas zonas estaban protegidas pero otras no, de cualquier manera, nadie tira lo que hacen los demás. En Japón hay un profundo respeto por el prójimo. Lo notamos al cruzar la calles y ver que los autos siempre se detienen para dar el paso. También en el metro, donde a pesar de venir completamente asardinados, es difícil que alguien se meta en tu espacio más de lo necesario. De esto hablaré más largo y tendido en un futuro texto sobre los días que pasamos en Tokio, el lugar más lleno de personas en el que haya estado en mi vida.



Después de Tsudome, regresamos a la zona central de Sapporo y recorrimos el centro comercial subterráneo. Es un mall que se conecta con el metro y es bastante largo. La gente lo usa también para trasladarse de un lado a otro sin tener que caminar por el exterior, porque está calientito. No supimos ni por dónde nos metimos, pero al salir, llegamos a la Torre de Televisión. A sus pies se pone una suerte de tianguis donde hay varios puestos de comida callejera. Brochetas de pollo frito, de chocoplátano, papas fritas, anguila, takoyaki, chocolate caliente, hasta churros.
Compras tu comida pero no te la puedes ir comiendo -no es que no puedas per se, de que se puede se puede pero nadie o casi nadie lo hace-. Había una zona designada que tenía una carpa, calentadores y espacio suficiente para que la gente se detuviera a consumir los sagrados alimentos y luego se deshiciera de su basura en los botes correspondientes. La basura la separan principalmente en la que es combustible, la que no lo es y las botellas de plástico. Son bastante estrictos con esto y la gente es muy responsable con el tratamiento adecuado de los desechos.
Finalizamos el día en el Kino Café, donde éramos los únicos extranjeros. El lugar estaba lleno de gente local que iba, en su mayoría, sola. Nadie habló demasiado en la sala de espera antes de la película, absolutamente nadie habló durante la película y al final cada quien se fue a su casa. Antes de salir, una empleada nos dijo en un inglés fluido que estaba muy agradecida por nuestra asistencia.




Regresamos a descansar al hotel porque al día siguiente iríamos al Onsen Hōheikyō. Tenía mis reservas respecto a este plan a pesar de haber sido yo quien lo propuso, no me encantaba la idea de estar desnuda frente a varias personas. Imaginé el peor escenario: todas las mujeres observarían mi cuerpo deforme y con sobrepeso, analizarían detenidamente mis estrías, granos, várices incipientes y diversas marcas. Las secuelas del accidente en la bici hace tres años, mi nalga un poco desinflada, deforme. La cicatriz de mi operación de vesícula, que se extiende por todo mi estómago porque hace 15 años, en el IMSS, no me quisieron hacer una laparoscopía ya que tenía “demasiada grasa” en el estómago. La cantidad de cosas que una persona que odia su cuerpo tanto como yo es capaz de recordar y exagerar es infinita.
Todos estos pensamientos intrusivos quedaron atrás al otro día, uno de los más bonitos que pasé en Japón. Y, sin temor a exagerar, uno de los días más bonitos de mi vida también.
Mi primer onsen
El traslado en coche al onsen es de unos 50 minutos; en transporte público, una hora y media. Treinta kilómetros se interponían entre nuestro hotel y las aguas termales. Pero durante la etapa de investigación de este viaje, descubrí que ¡el propio onsen ofrece un shuttle gratuito para llegar a Hōheikyō! Además, el costo de la entrada, las toallas, la comida es bajísimo al tomar en cuenta el excelente servicio que recibimos.
Llegamos al lugar del que salía el transporte según el sitio de internet y fuimos los últimos en subir, nos tuvimos que sentar separados. Si no hubiera sido por los asientos que se despliegan sobre los pasillos para aumentar el número de pasajeros, no habríamos logrado entrar, la camioneta ya estaba casi llena.
En el camino se me ocurrió volver a revisar las cosas que se pueden y no se pueden hacer en un onsen japonés, lo que ya había investigado varias veces antes. En general, y probablemente por mi formación católica, me desagrada la idea de comportarme de una forma que la gente encuentre irrespetuosa o violenta. A riesgo de sonar engreída, me considero una persona considerada, que se toma el tiempo de documentarse un poco antes de interactuar con alguien de otra cultura. Creo que en gran parte también se debe a que, después de ocho años de vivir en la Romacondesa, no soporto a los extranjeros que se comportan como imbéciles en México. Así que bueno, no quiero ser fuera mi país lo que odio dentro de él.
Tras mi investigación, aprendí que antes de meterte a las aguas termales es menester darte un baño en uno de esos banquitos de madera (que tantas veces he visto en diferentes animés; desde Ranma 1½ hasta Komi no puede comunicarse). Esta tradición japonesa de bañarse frente a otras personas me maravillaba y extrañaba por partes iguales. No lograba entender cómo no se mueren de la pena al estar desnudos ante tantos extraños. La respuesta es: a nadie le importa. Una vez un amigo muy sabio me dijo: “La gente piensa en ti mucho menos de lo que tú crees”. Y no pudo ser más cierto en el contexto de Hōheikyō.
La cosa es más o menos así. Bajas de la camioneta e inmediatamente te llevan a un cuarto donde tienes que quitarte los zapatos. Hay cajones con llave por si eres desconfiada, pero la mayoría de la gente los deja en cualquier cajón con espacio. Después de que te encuentras descalza, avanzas por el pasillo hacia unas máquinas que te dicen en varios idiomas lo que está disponible: la entrada al onsen, toallas, masajes. Escoges las cosas que vas a querer y pagas. La máquina te da un ticket que luego entregas a unas personas que te dan tus toallas y te dicen bienvenido, sin explicar mucho más. El piso de todo el onsen está alfombrado y cubierto de un plástico cristal que hace que cada uno de tus pasos sea silencioso, así que no hay mucho bullicio. Subes unas escaleras que te llevan a una estancia con lockers y algunas bancas.
Ahí vimos que otras personas guardaban sus cosas y nos dijimos adiós, en Hōheikyō los hombres se bañan en un lado y las mujeres en otro. Me sentí un poco desprotegida al separarme de Manuel, pero también muy aliviada de no tener que desnudarme frente a otros hombres.
Llegó el momento de quitarme todo en el vestidor y poner el resto de mis pertenencias en otro locker. Está estrictamente prohibido entrar al área de las aguas termales con ropa, calzado o cualquier tipo de cosa de tela que no sea una pequeña toalla. A mi alrededor: mujeres esbeltas y altísimas, jóvenes, viejas, muy gordas, europeas, con amigas, solas, con la mamá, pieles blancas, pieles morenas. No me detengo a mirar a ninguna, una señora japonesa delante de mí, abre una puerta de vidrio y me señala con el dedo un banquito. Hora de bañarme sentada por primera vez en mi vida.
No llevé ningún tipo de artículo, las señoras que ya se la sabían traían sus canastas de plástico con shampoo, acondicionador, exfoliante y cosas así. Yo me conformé con tomar lo que el onsen te da: un jabón líquido genérico para cabello y cuerpo. Me lavé lo mejor que pude a pesar de que venía de darme un baño en el hotel. No quería ser la cochina que no se baña, por supuesto. Cuando me consideré lo suficientemente purificada, me dirigí a la primera parada, los estanques de aguas termales techados, a unos pasos de los bancos para bañarse.
El agua del primer estanque estaba a 30 grados y el otro, a 35. Toda el agua proviene de las montañas y es rica en azufre, entre otros elementos químicos que ahora ya se me olvidaron, pero que tienen ciertas propiedades curativas. Pasé un rato en el primer estanque y cuando me sentí lista, me moví al segundo. El agua estaba muy caliente y yo me empecé a relajar al máximo. Varias mujeres sentadas a mi alrededor cerraban y abrían los ojos con lentitud y parsimonia. Al cabo de unos minutos, me empezó a invadir un sueño que se acercaba peligrosamente al desmayo, así que consideré que era momento de ir a las aguas exteriores.
Cuando empujé la puerta para salir a la intemperie, completamente desnuda, sin zapatos y sin realmente saber qué esperar, me sorprendí al darme cuenta de que no tenía frío. Un aire ligero sopló y lo encontré refrescante porque mi cuerpo parecía hervir. Di unos pocos pasos por un camino de madera y vi los estanques de aguas termales, rodeados por piedras y plantas colocadas de formas armoniosas y estéticamente estratégicas. Un letrero en inglés advertía que el primer estanque tenía agua que podía llegar hasta los 40 grados. La vi salir vaporosa directamente del interior de la montaña por un conducto de bambú y me acerqué a tocarla con las manos. Me maravilló el hecho de que el agua natural pudiera alcanzar esas temperaturas. Millennials descubren la química.
Ya había varias mujeres sentadas por ahí, conversando o en silencio, en grupos y solas. Busqué un lugar donde pudiera estar en paz y el agua caliente me cubriera la mayor parte del cuerpo. Quería apreciar la vista y los sonidos del bosque que rodea al onsen, clavado entre montañas cubiertas por la nieve.
Me quedé un buen rato así, solo disfrutando el agua caliente en mi cuerpo y el aire frío en la cara. Pensé: este es el mejor momento de mi vida. Cerré los ojos, con el objetivo de archivar las sensaciones para poder recordarlas en el futuro. Cada vez que me sienta mal quiero volver a este momento, pensaba. Cada vez que esté incómoda o triste por mi cuerpo, voy a recordar que estuve aquí, disfrutando junto con él, libre y despreocupada. Feliz. Escuché a un avión pasar justo por encima del onsen, ¿y si nos podían ver desde arriba? Que nos vean, qué más da.
Y entonces, cuando yo creía que nada podía ser más perfecto, empezó a nevar. La nieve caía sobre mi piel caliente y se deshacía en mi cara. Otros copos se iban alojando sobre las plantas cuidadosamente podadas alrededor del estanque. Hice contacto visual con algunas de las mujeres que estaban ahí conmigo y me pareció adivinar lo que pensaban. No suelo usar muchas frases que suenan a lugar común pero fue mágico.
No se recomienda quedarse demasiado tiempo en las aguas termales y yo ya llevaba casi media hora en total. Salí del agua sin voltear hacia atrás, como si fuera mi propia madre sacándome de la alberca. Tomé el camino de madera de regreso al espacio interior. Me di un regaderazo en una regadera que está justo antes de salir y me sacudí como perro para no entrar escurriendo a los vestidores. Extraje de mi locker la toalla anaranjada que había rentado y me sequé con tranquilidad y satisfacción. No llevé crema ni desodorante porque no se me ocurrió, pero no hizo falta. Mi piel se sentía radiante y nueva. Me puse la ropa interior, la térmica, mi playera. El resto (mi sudadera y la chamarra) lo llevé en el brazo porque todavía sentía el calor del agua de la montaña dentro de mí.
Tomé el celular y le escribí a Manuel, que ya estaba esperándome en una salita. Nos relatamos nuestras respectivas experiencias mientras bebíamos las cervezas más refrescantes de la historia. Los dos nos veíamos cansados y renovados al mismo tiempo. Sobre todo, creo que nuestras expresiones faciales denotaban tranquilidad. Teníamos hambre y sabíamos que entre todas sus bondades, este onsen cuenta con uno de los mejores restaurantes de comida india de Hokkaido.









El restaurante estaba en el primer piso del edificio. Comimos sentados en el suelo, sobre unos cojines cómodos. Yo pedí curry y arroz; Manuel, soba con caldo de dashi y un huevo. No hablamos mucho, creo que los dos estábamos todavía flotando en el bienestar de las aguas termales de Hōheikyō. Mientras compartíamos nuestros platillos y veíamos caer la nieve por la ventana, una sensación de gratitud se extendió por todo mi cuerpo. Gratitud por poder estar ahí, con salud, con la persona que más amo en el mundo, con la barriga llena, el corazón contento.
Pasamos a la sala de lockers por nuestras cosas. Podías reconocer a la gente que ya había entrado al onsen, era la que tenía una sonrisa tonta de oreja a oreja o los ojos completamente cerrados y estaba en posición horizontal. Había personas durmiendo profundamente en el piso, algunas hasta llevaban antifaz y tapones para los oídos. Tomamos nuestras chamarras y nos dirigimos a la salida porque el shuttle saldría pronto de regreso a la estación del metro donde lo tomamos.
En el lobby de la entrada, nos detuvimos para comprar bebidas en las máquinas expendedoras. En muchas caricaturas habíamos visto que la gente suele tomar un poco de leche fresca después de entrar a las aguas termales. Yo no quise porque no quería arriesgarme a inflamar mi estómago, pero Manuel sí se tomó una botellita de leche. Luego nos pusimos nuestros tenis y chamarras y salimos a la calle para descubrir que nevaba más fuerte que nunca. Era bellísimo. Nos apretamos con la gente que ya estaba debajo del techito esperando al transporte y grabamos la danza de los puntos blancos que arreciaba a cada minuto.
La camioneta se estacionó y entregamos el pequeño boleto que nos dieron al subir. Ocupamos un lugar cómodo, ahora sí juntos, y en menos de lo que canta un gallo nos quedamos profundamente dormidos. Cuando llegamos a nuestro destino, abrimos los ojos y bajamos torpemente, todavía aletargados, como niños que se quedaron dormidos en el transporte público y su mamá los zangolotea para no tener que cargarlos.
Tomamos el metro y, al salir, caminamos por el parque Odori una última vez. Teníamos curiosidad por saber cuál escultura de nieve había ganado el concurso internacional. Ganó Mongolia, con una escultura heteronormada sobre la familia natural. Mi escultura favorita, la tailandesa que era de unos elefantitos, quedó en segundo lugar. Vimos la escultura de Lituania que tenía una idea muy conceptual que incluía un kanji y un trompo: “Happiness is a balance”. No ganaron nada a pesar de que estuvieron entregando volantes sobre la obra mientras la construían y la intención me parecía linda.





Luego pasamos por última vez junto a uno de esos cuartitos donde encierran a la gente a fumar en el parque. Me encantó eso de Japón. Los fumadores no pueden andar en la calle caminando y echando su pestilencia donde se les antoje. Hay lugares designados para que hagan su cochinada, apesten su ropa y llenen sus pulmones de humo si así lo desean. Pero tienen que hacer todo eso sin afectar a los demás. Glorioso.
Recorrimos algunas tiendas y salas de juegos del corredor comercial en el que estaba el hotel antes de irnos a descansar. Me gané unos dulces de Sanrio que sabían a maíz endulzado en una sala de juegos. Durante todo el viaje, Manuel estuvo pescando figuras de One Piece coleccionables, llaveros de Pokémon, peluches y todo tipo de goodies. Pero yo... muy pronto me di cuenta de que no tengo talento para agarrar cosas con la garra y de que me desespera perder dinero por mi falta de habilidades motrices. Los gashapones fueron más de mi agrado. Gracias al estímulo y patrocinio de Manuel, junté una cantidad importante de miniaturas obtenidas por medio de esas maquinitas. De eso también hablaré más adelante, con fotos, videos y lo que se me vaya ocurriendo.
Triste y al mismo tiempo felizmente, los días en Sapporo llegaron a su fin. Creí que después de dejar atrás Hokkaido ya no tendría que usar ropa térmica y otras cuatro capas de ropa, más el gorrito, la bufanda y los guantes. Pero lo cierto es que el invierno es bastante implacable en todos los territorios de Japón. No me molestaban en sí mismos el frío ni la nieve, sino todo lo que había que hacer para protegerse de ellos. Usar ropa térmica y salir con una chamarra pachona en casi todas las fotos me fastidió. Luego, llegar a lugares donde la calefacción estaba a todo implicaba andar cargando con los brazos la chamarra y la sudadera o dejármelas puestas y morir de calor. En fin, fueron solo quisquillas de gente que viene de un país templado.





El sábado volvimos al aeropuerto de Chitose y de ahí abordamos un avión hacia Osaka, donde tuvimos un primer día maravilloso hasta que me empezaron a llegar cancelaciones de todos los hoteles que había reservado para el resto del viaje. Pero de esto hablaré en la próxima ocasión.
Aquí hay un folder con más fotos de Sapporo por si les interesa. Nos vemos dentro de poco para continuar esta bitácora del asombro. Dejen preguntas, comentarios y lo que sea; siempre contesto.
Yo tenía entre miedo y hasta cierto rechazo de ir en invierno a Japón, más que nada por querer subirme al tren del cherry blossom, la verdad; pero después de leerte, he decidido elegir específicamente las mismas fechas que tú jaja también incluiré obligatoriamente ir a un Onsen. Gracias por compartir! Amo tu estilo de redacción :)
Hola :)
Hace algunos años que leer en pantalla me da sueño muy rápido pero cuando entro aquí, no me pasa. Siempre es muy bonito leerte porque me parece divertido, interesante, conmovedor y aunque nuestras realidades son muy distintas, logro conectar contigo y creo que es por tu autenticidad.
Lloré. Cuando hablaste de tus miedos y de tus alegrías. :')
Gracias.
Leeré el siguiente y el siguiete y ya voa dar like. Lo siento. Jeje.